Escribir...

En el mundo hay dos tipos de escritura: la primera es aquella que aprendes en el jardín de niños y mejoras en primaria, desarrollas en secundaria y perfeccionas en el bachillerato, incluso hasta la universidad. La vida te enseña a utilizar las comas, a terminar ideas con puntos, puede que aprender la combinación de ambos te haga sentir por encima de la media, hacer de cada acento un orgullo, hasta que logres superarte a ti mismo y los errores casi desaparezcan del todo en tus escritos académicos.

La segunda va más allá de los límites establecidos por la sociedad, el gobierno o las reglas gramaticales. Puedes comerte las comas o saborearlas en exceso, hacer de las vocales un juego de niños, vaciar tus experiencias en un relato vívido para cualquiera que le eche un ojo a tu escrito, imaginar otros mundos, viajar a otros países o criticar al mundo desde una voz impropia que al mismo tiempo no deja de ser propia. Nunca se tratará de un resumen, ni de buscar la idea principal de otro texto; no habrá ningún profesor detrás del escritorio esperando un texto mediocre o la revelación de un futuro competidor para los concursos de ensayo. Serás tu propio crítico o buscarás a alguien competente para someterlo a revisión antes de revelar al mundo tu potencial si así lo deseas. De lo contrario, consumirás las horas frente al computador hablándote de sueños, anécdotas interesantes, criticando cualquier cosa que te agrade o desagrade. Si eres purista, elegirás la pluma y el cuaderno, puede que la máquina de escribir y la hoja en blanco, pero el objetivo sigue siendo el mismo: vaciar el pensamiento abstracto en un ideal concreto. Poemas, cuentos, novelas, microrrelatos, ensayos literarios, un diario de sueños o líneas al azar, no importa el límite, importa sacar las ideas.

Algunos piensan que estas diferencias no existen, y que todo es cuestión de perspectiva, pero si comparamos la escritura con una película es más fácil discernirlas. Por un lado, podemos agarrar nuestro teléfono, entrar a la cámara y pulsar un botón, luego mostrar el resultado a alguien y decirle que has aprendido a grabar, pero ¿Es eso una película? Seguro que no, porque hasta un niño puede hacerlo. Si queremos hacer una película, tendríamos que hablar de guiones, encuadres, vestuario, música y demás, un complemento para que esa grabación no nos parezca vacía y nos den ganas de reproducirla una y otra vez. Eso, querido lector, es el hilo negro de la escritura.

¿Qué es lo que nos incita a escribir? Para muchos, es una forma de probarle al mundo tu existencia. Autores como Homero, Cervantes, Shakespeare, Dostoievski y Flaubert resuenan en el presente. El tiempo no es rival para ellos, así que, aunque ya no habiten este mundo, sus nombres siguen dejando huella con cada generación que alaba y moderniza el significado de sus obras. No es que sus escritos estuviesen pensados para el futuro, sino que la sociedad misma se encarga de ello; he ahí que el termino clásico se acuñe a las obras que son “dignas de imitación”, porque se han escrito de una forma tan acertada que logran representar una época y conectar con sus lectores, temporales o atemporales.

Para otros, escribir no es más que una forma de vaciar las inquietudes: puede ser algún poema, una historia a medias o un par de cartas que jamás serán enviadas. Algunos diarios no tienen otra función más que ser un recuerdo firme para el escritor olvidadizo, pero depende de cada caso. Yo escribo porque me gusta y porque siento que se me dan más las ideas escritas que habladas. Uno no siempre puede darse el lujo de ser un buen orador, ni ser tan persuasivo como Aristóteles. Tomarse un tiempo para ordenar las ideas nunca está de más, y si el resultado logra satisfacerte, puedes darte por bien servido. A veces, escribir ayuda a superar la monotonía. Muchos elegimos vivir las historias que no nos atrevemos en la realidad dentro de una ficción. Puedes hacer lo que te propongas sin arriesgar la vida, como saltar en paracaídas, ser un mafioso, huir de casa o hallar una ciudad perdida. También funciona como una terapia independiente: ahondar en el trauma, descargar tu odio, eternizar un momento, como aquella vez que te guardaste los sentimientos por temor a ser rechazado. Puedes llenar los vacíos de esa discusión perdida, fingir que la decisión correcta se convierte en tragedia e idear alguna estrategia para salir de ella. El límite es la imaginación.

Uno esperaría que los comienzos de cualquier escritor fuesen igual de impresionantes que la biografía de una solapa: un gusto de infancia, la necesidad de crear personajes y elaborar un entorno donde puedan vivir su aventura. No hay computadores ni libretas especiales: basta con una servilleta de la cafetería o los bordes de un libro viejo que no atrapa lo suficiente; unos padres que admiren el talento de sus hijos y los impulsen a perseguir su carrera de letras en alguna universidad prestigiosa; jóvenes rebeldes que se niegan a entregar sus tareas con tal de acabar la novela que ahora se tiene en las manos y que se ha posicionado en la cima del New York Times. En los países del primer mundo ese sueño se hace realidad, pero no en Latinoamérica.

Puede que tú no me consideres un escritor: un libro publicado por una editorial de prestigio haría que te tragases tus palabras, porque estamos acostumbrados a reconocerlos de ese modo, pero yo no lo tengo. Soy un escritor solitario, un pequeño barco navegando entre las aguas digitales, pero a los ojos del mundo ni siquiera existo. Sin embargo, ese es el verdadero comienzo.

La obra se construye desde el anonimato, en soledad. Virginia Wolf lo describe como un pececito en medio de un lago, una idea que se deja madurar hasta obtener una buena porción de carne. Si nos regimos a dicha metáfora, descubriremos que nuestro lago está lleno de peces y que, aunque siempre queramos atrapar al más grande, nos conformaremos con lo primero que pique el anzuelo, porque nunca nadie nos ha enseñado a pescar, y porque no sabemos a ciencia cierta qué tan grande puede crecer el botín antes de que se muera.

Eso me recuerda un chiste sobre James Joyce y la escritura. El emblemático autor del Ulises se ve atormentado por una hoja de papel que sólo contiene siete palabras, y que ha sido el esfuerzo de todo un día. Cuando su esposa llega a casa y percibe su frustración, le pregunta cuál es el problema:

—¡Sólo he escrito siete palabras!

—Pero, James —dice la mujer, mucho más tranquila—, eso es increíble. Para alguien como tú, siete palabras son un día de provecho.

—Sí, lo sé. El problema es que no sé cómo ordenarlas.

Sé que un par de líneas pueden no significar nada, sobre todo si se quiere escribir una novela. Hay que recordar que la escritura es un oficio y, como todo, requiere paciencia y perseverancia. Habrá autores que consigan escribir una novela en tres días, mientras que a otros les puede llevar años, incluso una vida, y aun así no obtener el resultado esperado. Todo se trata de intuición y de saber elegir tus batallas. Si la historia te supera, no te sientas mal por abandonarla: puedes verlo como una oportunidad de crecimiento para tu siguiente historia, quizá un poco menos ambiciosa, pero una historia, a fin de cuentas.

Como creador, puedes compartir los detalles de tu ficción, impresionar al público con tu premisa, pero nunca es bueno presumir un logro antes de tiempo. ¿Cuántas veces no he visto una idea fresca perecer ante la soberbia? Un cuento maravilloso convertido en naufragio porque su autor no supo contenerse a la hora de describir los detalles con elegante euforia, para que al final su voz nunca lograra salir a flote y pereciera en el abismo de los sueños perdidos. Si uno busca la aprobación inmediata puede recurrir a sus padres, a sus hermanos, incluso a sus amigos, cualquiera que no verse mucho en la materia y se conforme con una historia que va de punto “A” a punto “B”; pero, si busca pulir y perfeccionar su estilo, no tendrá miedo a las críticas constructivas.

He ahí uno de los grandes dilemas a los que cualquier escritor se enfrenta: ¿Realmente escribo para mí? Porque la actividad empezó como un gusto, lo perfeccionaste y te permitiste algunas críticas, pero, en algún momento, sacrificaste tu satisfacción con tal de alcanzar la aprobación de otros. ¿Habrá algún autor que se mantenga fiel a su obra sin haber pensado en sus lectores a la hora de publicarla? No existe obra en el anonimato que pueda considerarse un clásico: ese mérito se lo concede el público, entonces, ¿El autor que sueña con publicar es menos digno que aquel que resguarda su obra y se la lleva consigo a la muerte? Supongo que no. La vida está tan llena de sorpresas que quizá, ahora mismo, nos estemos perdiendo de una obra emblemática solo porque se publicó en el siglo equivocado. La obra de Juan Rulfo se despreció en su momento, y a día de hoy, con tres libros, es un orgullo para los mexicanos. No es una discusión que se preste a la resolución absoluta, pero, dependiendo el panorama con que se mire, te puedes hacer a la idea. Vamos, que la avaricia no es el fin del mundo. ¿Quién dice que no puedes ser leal a tu escritura y, al mismo tiempo, disfrutar de un buen café en algún restaurante de lujo sabiendo que tienes la vida asegurada, al menos por un breve lapso de tiempo?

Y tú ¿Por qué y para quién escribes?

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