No es otro documento inútil
Aunque me he titulado hace poco, honestamente sigo sin entender la realización de la que todo mundo habla. Si bien es cierto que terminar una carrera universitaria es motivo de celebración, dar el siguiente paso se siente como avanzar sobre una cuerda por encima del abismo.
A
mis escasos 23 años la vida no me satisface lo suficiente, y no es que no haya
vivido experiencias increíbles, pero me canso de ver tantas caras largas,
tantas ilusiones frustradas en esos rostros populares. Quiero ir a Japón, pero
no me alcanza, quiero estudiar la maestría, pero no paso del primer capítulo de
mi tesis, quiero conseguir un trabajo estable pero que me permita dedicarme a
otra cosa, quiero ser creador de contenido, pero la gente no me consume.
¿Cuántas veces hemos caído en ese pensamiento insensato y repetitivo? Creer que
despojarnos de los estudios una vez conseguido el titulo nos facilitará la vida
para convertirnos en el adulto que siempre deseamos.
¿Quieres
ser astronauta, presidente, doctor? Intenta acabar la primaria al menos.
¿Celulares, moda y una pareja? Descubre tu lado más atrevido en la secundaria,
pero no descuides la boleta. ¿Alcohol, videojuegos, pensar en el futuro? Traza
un plan de vida y no pierdas de vista el objetivo, recuerda que los promedios
por debajo de ocho no llegan a la universidad (spoiler alert: sí lo hacen).
¿Más alcohol, drogas, sexo? Define lo que quieres y te diré si estás hecho para
esta carrera. ¿Una casa, un coche, una familia, un perro? Necesitas dinero,
¿cómo lo consigues? Busca un trabajo, ¿qué se necesita? Si eres hombre:
cartilla de servicio, buena presentación y, si es posible (por no decir
forzoso), uno o más años de experiencia. Pero ¡acabo de salir de la
universidad! Bienvenido a la cruda realidad, amigo, haz fila junto a ese otro
3.8% de desempleados que está esperando alguna vacante que le permita pagar la
renta del siguiente mes o comer algo decente esta misma noche.
¿Por
qué la queja con los documentos? Bueno, el problema es que no sirven de nada.
Las veces que he presentado una entrevista siempre terminan con un “gracias,
nosotros le llamaremos”. Puede que la primera vez no me despegara del teléfono
ni un segundo. La seguridad con la que hablé, ese gesto alegre y pensativo en
el rostro de mi interlocutor, un fuerte apretón de manos. Pero la esperanza se
rompe a las dos semanas con la bandeja del correo en blanco, así que intentas
de nuevo, mandando mensajes para mostrarte interesado, hacerles saber que
quieres que aprueben tu solicitud. A veces responden, a veces te ignoran, pero
nunca los cansas. Intentas convencerte de que ellos te necesitan más a ti que
tú a ellos, sino ¿por qué estarían contratando? Vuelves para una segunda
entrevista. Necesitamos tu cartilla de servicio militar, aunque solo le vayamos
a echar un ojo a tu foto; el curriculum se ve bastante bueno, platícanos un
poco más de tu persona. ¿Sabes? Creo que eres lo que estamos buscando. Vuelve
dentro de una semana y te daremos una respuesta. Si me iban a decir que no,
¿por qué simplemente no mandaron un correo? ¿Ahora quién va a devolverme esos
ocho pesos (dieciséis porque es ida y vuelta) que me gasté en el camión y que
probablemente me habrían alimentado, aunque sea con huevo? ¿Qué chingados se
necesita para triunfar en el mundo laboral? Es obvio que un buen curriculum
entra en la categoría de documento inútil, sobre todo si tu competencia ya va
recomendada, tiene palanca o es hijo de papi.
Todo
ese embrollo me vino a la mente cuando me planteé estudiar la maestría, porque
pensé, tontamente, que si no conseguía trabajo era porque una licenciatura es
un requisito ínfimo en comparación con otros niveles.
Todo
falso.
El
otro día platicando con una amiga, me dijo que, pese a graduarse con honores de
la maestría en derecho, aún sigue en busca de trabajo. Por suerte sus padres
siguen apoyándola, pero ¿hasta cuándo? Ninguna persona mayor de 20 se siente
completa viviendo en casa de sus padres. No hay descanso, no hay libre
expresión: es una condena a soportar esos ideales arcaicos que tú mismo te
obligaste a romper en tus años de universidad, porque en esos cuatro, seis u
ocho años de carrera sentiste la libertad de hacer lo que sea, nadie te
recriminaba las altas horas en las que volvías a tu cuarto, o si despertabas un
poco tarde y a duras penas alcanzabas la primera clase. Comer sopas
instantáneas, dejar las tareas para último momento, mandar la ropa a la
lavandería o sacar la basura cuando el bote estaba a punto de estallar.
No
sé ustedes, pero la universidad fue la mejor época de mi vida. Muchos admiran
su adolescencia, incluso extrañan la prepa. Yo odié a muerte el proceso. Nunca
me consideré un alumno estrella: era frustrante la carga de trabajo que te
ponían para una materia que no te interesaba en lo más mínimo. Matemáticas: pan
comido si tu profesor era bueno; español: me bastó con aprender a bajar las
ideas en el papel (y eso que aprendí a acentuar hasta la universidad);
ciencias: sólo si hay documentales buenos y entretenidos; historia: paso,
demasiadas fechas para mi gusto; pero ponme una canción de Kudai o Nikki Clan y
te la saco de volada. Bachillerato y especialidad, una buena oportunidad para
seguir buscando la carrera de tus sueños. Más amigos, fiestas prohibidas y
materias de relleno disfrazadas de “tronco común”. ¿De qué me sirve aprender el
trinomio cuadrado perfecto o sacar el seno y coseno de un triángulo si lo que
quiero no está dentro de esa categoría?
De
niño también soñé con ser doctor, atender pacientes desde la comodidad de mi
casa, un médico particular que abría y cerraba a la hora que quisiera. Mis
delirios infantiles lo reducían todo a recetar pastillas, poner inyecciones,
meter abatelenguas por la boca, checar la presión, tomar la temperatura y usar
el estetoscopio para saber qué tan fuerte latía el corazón. Quizá debí
perseguir ese sueño: no me molesta la sangre o las vísceras, los fluidos o las
infecciones, pero ¿habría sido feliz? Porque al final todo se reduce a esa
pregunta: ¿lo que estás haciendo te hace feliz?
Titularme
no lo hizo, ciertamente. Antes de presentar la defensa de mi tesis me senté a
leer todo lo que había escrito. Fueron las dos horas más aburridas de mi vida:
un trabajo tan plano, rígido y apenas innovador no parecía ni de lejos lo que
me planteé en un principio. Haciendo cuentas, me tardé un mes en terminar de
escribirla, dije todo lo que había pensado, analicé cada capítulo con
detenimiento, y ¿para qué? Para acabar en el rincón del olvido, aunque mi
asesora insista en que esa tesis servirá a las futuras generaciones. Siendo
realistas, no creo que nadie vaya a leer ese trabajo, y si lo hacen es porque
de verdad les interesa el tema, porque otro estudiante necesita algo de donde
rascar para titularse el próximo año o porque algún investigador necesita ideas
nuevas para otra publicación que le dará más puntos en el SNI.
Al
parecer la tesis también entra en la categoría de documentos inútiles.
Me
duele un poco decir esto porque muchos amigos se niegan a terminar sus tesis
por las mismas razones que intento refutar. Siendo honesto, al final vi ese
trabajo como un mero requisito. Estoy harto de la uni porque ya no vengo a
clases ni estoy con mis amigos, solo me la paso dando vueltas requisitando el
siguiente documento que me conducirá al título, a ese trozo de papel que le
demostrará al mundo que soy licenciado. Qué ganas de enmarcarlo en la pared de
la oficina donde me estaré pudriendo los siguientes 30 años.
Comentarios
Publicar un comentario